UNA MAÑANA ESTIVAL de 1831 en Albany, dos jóvenes nobles galos que recorrían Estados Unidos fueron despertados por un ruido de disparos, explosiones de artillería y el repicar de campanas de iglesia. Era el 4 de Julio en la capital del estado de Nueva York, y los visitantes — Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont — estaban a punto de ver celebrar el nacimiento del país a una comunidad norteamericana.
En sus diarios y cartas, escriben del desfile del Día de la Independencia, procesión que incluía a dignatarios políticos, nueve compañías de bomberos y abundantes carrozas y delegaciones de todas las patronales comerciales y gremios locales. Al frente del desfile iban unos cuantos venerables veteranos de la Guerra de 1783 — "que el municipio protege como reliquias preciosas", observaba Beaumont — y con gran pompa se exhibía "una vieja bandera norteamericana, llena de agujeros de bala, que ha llegado a nuestros días desde la Guerra de la Independencia".
El desfile terminó en la Iglesia Metodista, donde el ministro religioso ofreció un servicio y se dio lectura en voz alta a la Declaración de la Independencia. Tocqueville se vio afectado por la intensidad "eléctrica" de ver todavía evocadas las fórmulas de 55 años de Jefferson.
"No fue, te lo aseguro, una puesta en escena", escribió a su hermana. "Había algo... verdaderamente grave y muy sentido en la lectura de estas promesas de independencia tan bien cumplidas, en esta vuelta de una población entera a los recuerdos de su nacimiento".
Luego llegó la jornada del discurso, acerca de la libertad en la historia y de cómo su éxito en América se replicaría a lo largo del globo con el tiempo. La ceremonia finalizó con un himno a la libertad, interpretado al ritmo de la Marsellesa. También se recorrió el azaroso progreso de la libertad, que desde la antigüedad ha sucumbido repetidamente al despotismo o la decadencia social, hasta que — proclama la última estrofa — floreció en Estados Unidos:
¡En esta tierra orgullosa, en la que los hombres libres aprecian
La libertad de acción y el pensamiento libre,
En la que la tiranía perece,
Nuestro hogar elegido estará siempre!
(Los fastos de Albany son descritos en Tocqueville en América, la absorbente reconstrucción que hace George Wilson Pierson de los nueve meses de viaje de los franceses, que eventualmente desemboca en el estudio clásico de Tocqueville La democracia en América).
América fue el primer país fundado conscientemente como encarnación de un ideal — la verdad "evidente" de que "todos los hombres son creados iguales" y están dotados por su Creador de un derecho "inalienable" a la libertad y la vida. En un mundo que siempre había vinculado nacionalidad y ciudadanía a sangre, territorio y etnia, la república democrática nacida en 1776 presentó la esperanza revolucionaria en el más profundo de los sentidos imaginables — y los estadounidenses estaban seguros desde el principio de que su modelo de autogobierno estaba destinado a extenderse, marcando el rumbo de los acontecimientos de la humanidad.
Para Tocqueville, era más que simple presunción patriótica. Él supo ver que el mundo iba finalmente a ser transformado por las ilustradas doctrinas de la libertad democrática y el individualismo. Pero en América — curiosamente — esta gran transformación ya "se había resuelto con facilidad y sencillez".
En la práctica Tocqueville estaba exponiendo el excepcionalismo americano, aunque esa fórmula no se acuñaría hasta la década de los 30. "Los emigrantes que colonizaron las costas de América a principios del siglo XVII separaron de alguna forma los principios democráticos de todos los principios por los que había que combatir en las antiguas comunidades de Europa, y los trasplantaron al Nuevo Mundo en solitario", escribiría en la introducción a su gran obra. "Allí han podido contagiarse en libertad perfecta".
Tocqueville era un analista, no un adulador. Como a menudo se le recuerda a cualquiera que lea La democracia en América, fue muy consciente de los defectos del sistema americano. ("Al ingresar en la Cámara de Representantes de Washington, uno se ve afectado por el comportamiento vulgar de esa gran asamblea"). Pero de la tenaz fuerza de esas ideas adoptadas de forma unánime en Filadelfia en 1776 no le cabía duda.
Casi 16 décadas después del 4 de Julio de Tocqueville en Albany, mientras el levantamiento democrático agitaba el Telón de Cero, los manifestantes de Branik, una región industrial de Praga, se unieron a la huelga general.
"Zdenek Janicek, un empleado de cervecera vestido con harapos, subió al escenario para intervenir", relata en primera página The New York Times.
"Sostenemos como evidentes estas verdades", dijo, "que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".
La fuerza de estas palabras a la hora de conmover a los que las escuchan — y de cambiar el mundo a mejor — sigue presente sin menoscabo 237 años más tarde.
(Jeff Jacoby es columnista de El Boston Globe.)
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