El templo copto de Amir Tadros en Minya, a unos 240 kilómetros al sur de El Cairo, fue reducido de escombros tras ser incendiado el 14 de agosto. Por todo Egipto, una oleada de ataques a los cristianos ha destruido cifras ingentes de iglesias, monasterios y escuelas. |
DURANTE UNA VISITA la pasada semana a Dachau, el antiguo campo de concentración cerca de Münich, la Canciller alemana Ángela Merkel pronunció un discurso en recuerdo a las decenas de miles de asesinados allí por los Nazis. El recuerdo de su sino, dijo, "me llena de profunda tristeza y vergüenza".
Dachau — el campo de concentración original, abierto en marzo de 1933 — irradia un recordatorio constante de la infinita capacidad humana para perpetrar el mal, o mirar hacia otro lado cuando éste se comete. "¿Cómo pudimos llegar a negar el derecho a vivir y la dignidad humana los alemanes?" preguntaba Merkel. "Lugares como éste nos advierten a todos de la necesidad de ayudar a garantizar que estas cosas nunca vuelven a pasar".
¿Nunca?
Mientras intervenía Merkel, coptos y demás cristianos egipcios acusaban las consecuencias de una oleada de ataques más salvajes que nunca en la historia egipcia moderna. Grupos islamistas de todo el país prendieron fuego a iglesias — de más de 1.000 años de antigüedad algunas de ellas — junto a conventos, monasterios y empresas y hogares de propiedad cristiana. Una escuela franciscana próxima El Cairo fue incendiada y saqueada, decía la hermana Manal, la directora; las demás monjas y ella fueron después obligadas a desfilar por la calle "como prisioneros de guerra" para mofa e insulto del grupo.
La alocución de Merkel coincide también con las pruebas más recientes de un ataque con armas químicas perpetrado por el dictador del régimen de Siria Bashar al-Assad. La gráfica grabación colgada en la red por los rebeldes anti-Assad al Este de Damasco muestra hileras de cadáveres, incluyendo los de mujeres, niños y bebés. Los hospitales de la zona describían un súbito flujo de pacientes con dificultades respiratorias y convulsiones, náuseas y vómitos — síntomas consistentes con el envenenamiento por armas químicas. El colectivo humanitario Médicos Sin Fronteras sitúa la cifra de muertos en los 355; otras estimaciones van más allá. La masacre se produjo a una semana del año de la advertencia del Presidente Obama de que cualquier uso de armas químicas por parte de Assad sería cruzar un límite. De hecho, como ha reconocido hasta la administración Obama, Assad cruzó ese límite hace meses. El ataque de la semana pasada no fue el primero, solamente el más flagrante.
Mientras Merkel rememoraba las lecciones de la historia en Dachau, una comisión de investigación de las Naciones Unidas celebraba una vista relativa a los abusos de los derechos humanos en Corea del Norte. Los supervivientes de la impresionante red de campos de trabajos forzosos de Pyongyang recordaron los horrores que tienen lugar allí: hambruna, torturas, violaciones, ejecuciones públicas. Ni la existencia de los campos ni su ubicación tienen nada de secreto; las imágenes detalladas vía satélite circulan desde hace tiempo por Occidente. También los relatos de las inenarrables atrocidades que el régimen norcoreano infringe a sus víctimas. Entre los que participaban en la vista de las Naciones Unidas como testigos estaba Shin Dong-hyuk, que pasó los primeros 22 años de su vida en el conocido Campo 14 norcoreano antes de una milagrosa fuga en 2005. Shin contó la agónica historia de una niña de seis años, compañera de clase, apaleada públicamente hasta morir por su profesora por robar cinco granos de maíz. Otros testigos prestaron testimonio de otras salvajadas, desde abortos forzados a experimentos médicos realizados con enanos.
Recuerdos de Auschwitz. Del Gulag. De los campos camboyanos de exterminio.
"¿En serio sucede esto? ¿En el siglo XXI?" exclamaba el columnista israelí Ari Shavit al conocerse la semana pasada la noticia del ataque con armas químicas más reciente en Siria. "Ninguna persona decente puede ignorar lo que está pasando".
Víctimas de la masacre con armas químicas acaecida en Halabja, municipio del Kurdistán iraquí, en marzo de 1988. El ataque, parte de la genocida campaña Anfal de Saddam Hussein contra los kurdos, costó la vida a 5.000 civiles y dejó ciegos o mutilados a más de 7.000 más. |
Eso es lo que siempre nos decimos cuando "nunca más" se convierte en "otra más". Pero la inhumanidad del hombre con el hombre no es menos impensable en el siglo XXI que durante el XX. Las personas decentes pueden ignorar y normalmente ignoran lo que sucede, y el indecente tiene su apatía.
"¿Quién habla hoy, después de todo, de la aniquilación de los armenios?" se dice que comentó Adolfo Hitler en 1939.
Siempre hay razones para no actuar frente a un mal pujante. Siempre hay motivos para creer que las atrocidades están exageradas, o que se puede convencer a los tiranos de enmendarse, o que el sentido común se acabará imponiendo, o que meterse en los "asuntos internos" ajenos sólo agrava las cosas. Luego no sorprendemos al descubrir que hemos tolerado a monstruos.
El incendio de los templos no acabó en Kristallnacht, ni el gaseo de civiles en Halabja, ni la carnicería de los campamentos de concentración en Dachau. Y nosotros no hemos acabado de construir monumentos a los muertos y anunciar solemnemente, mientras rendimos homenajes, que a la próxima no olvidaremos las lecciones de la historia.
(Jeff Jacoby es columnista del Boston Globe.)
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