Los ganadores del Nobel de 2006 son el centro de atención, pero una reciente noticia -- un anuncio de la Organización Mundial de la Salud -- trae a la cabeza un ganador del Nobel de una era anterior.
Cuando el químico sueco Paul Muller fue galardonado con el premio en medicina en 1948, fue agasajado como "un benefactor de la especie humana de gran altura" que requeriría de "la humildad de un santo" para inmunizarse contra el orgullo. Afortunadamente, Muller no era propenso a la arrogancia. Describió su gran descubrimiento simplemente como "un cimiento" en el dominio "intrincado y sin final aparentemente" de las plagas por insectos. Le había llegado por sorpresa, decía modestamente, haber descubierto una fórmula química "tan útil en la lucha contra enfermedades en seres humanos".
"Útil" apenas llega a describirlo. Como observaba la revista Time, el compuesto químico de Muller "mata a los mosquitos que transmiten la malaria, las moscas que transmiten el cólera, las garrapatas que transmiten el tifus, las pulgas que transmiten la peste, los mosquitos de pantano que transmiten el kala azar y otras enfermedades tropicales". Gracias a su descubrimiento, "los trópicos se convierten en lugares más seguros para vivir; a causa de ello, el tifus -- un azote mortal asociado durante mucho a las guerras y los desastres -- "no fue una amenaza seria en la Segunda Guerra Mundial".
¿El nombre de esta fórmula milagrosa? Diclorodifenil- tricloroetano -- mejor conocido como DDT.
Para cualquiera que creciera en los años setenta y ochenta, la noción de que el DDT se llegue a celebrar como salvavidas puede suponer un shock. Las iniciales mismas parecen hoy siniestras. Desde que "Silent spring" de Rachel Carson se publicara en 1962, el DDT ha sido estigmatizado como un terrible veneno medioambiental; peor el remedio que la enfermedad.
En la versión de Carson, el DDT provocaba cáncer y daños congénitos en los humanos, y causaba estragos no solamente entre los insectos que estaba pensado para destruir, sino en los pájaros y también en otros animales. Era un veneno cuya concentración crecía al pasar a la cadena alimentaria, contaminando todo finalmente desde los huevos de las águilas hasta la leche de las madres. Carson relataba aterradoras historias del demoníaco poder del DDT. "Un ama de casa que aborrecía las arañas" fumigó su bodega con DDT en agosto y septiembre -- y fallecía de "leucemia aguda" hacia octubre. "Un profesional que tenía su oficina en un edificio antiguo" fumigó con DDT para deshacerse de las cucarachas -- y acabó en el hospital, sangrando de manera incontrolable; con el tiempo también él fallecía de leucemia.
Pero en perspectiva, tan alarmantes anécdotas parecen poco más que leyendas urbanas. En palabras del inmunólogo Amir Attaran, miembro del Real Instituto de Asuntos Internacionales, "La literatura científica no contiene un estudio revisado e independientemente repetido siquiera que vincule las exposiciones al DDT con cualquier resultado adverso para la salud" en seres humanos. Aún así, si bien la ciencia de Carson fue precaria, su influencia fue innegable. "Silent Spring" galvanizó el emergente movimiento medioambiental y alimentó una creciente histeria a propósito de pesticidas y otros compuestos químicos. En cuestión de una década, el DDT había sido prohibido en Estados Unidos. Con el tiempo, todas las naciones industrializadas dejaron de utilizarlo. Bajo presión de gobiernos y ecologistas occidentales, el DDT fue ampliamente suprimido también en el Tercer Mundo.
Los resultados fueron catastróficos. Al dejar de utilizar el arma más eficaz empleada nunca contra mosquitos y malaria, los mosquitos y la malaria volvieron. En Sri Lanka, por ejemplo, la fumigación de las casas con DDT había erradicado por completo la malaria, que a lo largo de una década se redujo de 2,8 millones de casos y 7300 muertos a 17 casos y ningún muerto. Pero cuando los fondos americanos para pagar la erradicación del mosquito basada en el DDT desaparecieron, la malaria volvió a lo grande, hasta medio millón de casos en 1969.
Hoy, el número de casos globales de malaria se encuentra en más de 300 millones. La enfermedad mata a algo más de un millón de víctimas anualmente -- algunas estimaciones alcanzan los 2,7 millones -- y la gran mayoría de sus víctimas son los niños de África. "Tal cifra es escasamente comprensible", han escrito Attaran y diversos colegas. "Para visualizarla, imagine llenar de niños siete aviones Boeing 747, y después estrellarlos -- todos los días".
La demonización del DDT, con el mejor de los motivos no obstante, terminó provocando decenas de millones de muertos de malaria. Raramente la ley de consecuencias no pretendidas operó con tanta letalidad.
Ahora, por fin, eso podría cambiar. En un cambio histórico, la OMS invertía su prohibición de 30 años el mes pasado, y aprobada firmemente el uso en espacios cerrados del DDT para controlar a los mosquitos que extienden la malaria. (El uso de DDT en cultivos, que Carson había relacionado con el ahuecamiento de los juegos de pájaro, sigue prohibido). La OMS enfatizaba que el DDT no supone ningún riesgo para la salud cuando se aplica prudentemente en la cara interna de las paredes de las casas. Y animaba a los radicales ecologistas a abandonar su oposición a un salvavidas demostrado.
"Estoy aquí hoy para pedirles que por favor ayuden a salvar bebés africanos igual que ayudan a salvar el medio ambiente", imploraba Arata Kochi, director del programa global de malaria de la OMS. "Los bebés africanos carecen de un movimiento poderoso... para defender su bienestar".
60 años después de que el gran logro de Paul Muller fuera honrado con un Premio Nobel, su potencial podría por fin verse alcanzado. Una "aparición silenciosa" más infernal que nada que Carson concibiera -- un millón de niños muriendo innecesariamente cada año -- podría por fin llegar a su final.
Jeff Jacoby es columnista de The Boston Globe. Sus artículos pueden recibirse en http://www.jeffjacoby.com